miércoles, agosto 20

Miraba alrededor. Dibujaba en el aire, imposible. Brincaba, para tratar de cazar las pelotitas de colores que se suspendían en la habitación, evitando la gravedad. Maldita gravedad. Inútil gravedad. Culpa de ella ¿Ves?, culpa de ella no podemos volar. Bah. Nos convence de que no, cuando si queres sí, porque nadie te impide levantarte un día un poco más despeinado, no lavarte ni la cara ni los dientes, y estirar los brazos a los costados hasta que se alarguen carajo, hasta que lleguen sin el menor esfuerzo a la otra punta de la habitación.
Porque si lo pensas, no es tan difícil, sino que uno se envuelve en esta red de pescar y se estanca, se pesca solo, eso es lo peor.
Una hora antes nos dijeron que una vez, alguien lanzó al universo un insulto de aquellos, que te dejan sin aire. Y ahí, nació. Yo quise hacer lo mismo, y me levante de la silla, apreté los pies contra los zapatos, que hasta entonces me calzaban bien, y sin querer contraje todos los músculos de mi cuerpo al mismo tiempo, casi casi como una persona con tétanos, había que verme entre la multitud, pálido, sudando frío, pero con la cabeza bien alta a punto de hacer eso que tenía que hacer ahora mismo, sí o sí, que era, de alguna manera, una resurrección. Qué disparate.
Bien, ya cuando estuve alto, que podía ver a las personas allí abajo, retorciéndose, amontonadas como las uvas en un racimo, tuve la sensación de que no serviría para nada tanto alboroto.
Y sí. Me bajé. Me tragué el insulto y lo digerí como una galletita de chocolate.
¿En cuánto? En seis minutos dijo el médico.
Un infarto de miocardio, la autopsia.

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