jueves, octubre 2

¿Por qué será que se esconde? Yo más de una vez creí que era por mí que se iba, pero después me di cuenta que no, que es algo todavía peor, algo que le pincha en el cuerpo, pero que le pincha muy hondo, a tal punto que tiene que marcharse para respirar, aunque sea monóxido de carbono lo que le espere del otro lado de la puerta y sepa que no va a tolerar mucho tiempo que ese humo negro se le meta por la nariz y por la boca, y por la piel y vaya a saber uno por donde más, hasta el corazón. A veces me dan ganas de preguntarle pero es como si a mi también me pinchara algo cada vez que se me cruza semejante idea en la cabeza. Porque Nicolás, a pesar de todo, no sabe escabullirse, el cree hasta en lo más profundo de su conciencia que no está ahí, en el mismo lugar que yo, y que los demás, pero yo lo veo, a través del cemento y los ladrillos de las paredes de la ciudad, le escucho decir tantas cosas cuando anochece, aunque estemos lejos, aunque me empecine en taparme los oídos con migas de pan y me encierre en el baño a fumar y leer revistas viejas, aunque piense que no, lo escucho como si estuviera aquí mismo, ahora mismo, en esta vida y no en la otra como piensa él que es adonde se va. Por eso debe ser que no me animo a decirle. Por ese asunto de que es como preguntarme a mí por qué escucho su voz aún cuando está en el más simple de los silencios, esos que se le ocurren a él porque sí nomás, porque prefiere quedarse callado antes de que uno le encuentre en las palabras algún indicio de ternura, o de pasión, como si fuera él se derritiera como un hielo a pleno rayo del sol si le descubriéramos sangre en las venas, y al final, sin quererlo todos nos diéramos cuenta de que se nos parece tanto que da miedo, que es más humano de lo que imaginamos, que nunca fue un bicho, ninguno, ni siquiera alguno de los más bonitos, que se nos parece tanto a cada uno de nosotros, y que al mismo tiempo es otra cosa distinta, una especie de hombre que nadie conoce, que nadie se preocupa por investigar, que se nos parece tanto.
Por eso no me animo a preguntarle de qué se esconde, porque yo se que es de todo eso que conversamos cuando cenamos en la mesa redonda del living en vez de en la mesadita chica cocina, porque es lo que a cada ratito me dice él cuando me mira a los ojos y se va llevándose el cigarrillo a la boca y mirando un poco al costado y un poco al piso, ahí él me dice de qué se esconde, que es un poco de todo, un poco de cada cosa, un poco de cada uno, un poco de él mismo, que se esconde porque el pobre no se aguanta tantas conversaciones y prefiere sentarse en algún pastito húmedo de Buenos Aires a ver si aparece alguien que le llame la atención, y así puede estar horas, porque cuando se le pone en la cabeza la idea de desaparecer ya no le importa nada más que hacerse fantasma y contarme sin hablarme cosas que yo no entiendo y cosas que me ponen la piel de gallina, por lo bonitas.
Por eso no me animo a preguntarle de qué se esconde, porque al fin y al cabo, él también debe escucharme cuando yo hablo sola en el baño, o en la plaza, o en el mercado de los chinos, y ellos me miran y me miran, y yo sigo hablando sola, pero hablando con él, sin que nadie se de cuenta, incluyéndome, porque al final yo siempre termino metida en la misma bolsa que los demás y él no, el se queda del lado de afuera tratando de desatar el nudo pero casi nunca puede, entonces yo termino yendo a un tacho de basura y él a otro, que nunca está cerca del mío, que siempre es de otro color, o de otro material, y hasta cuando nos reciclan estamos en distintas atmósferas, en distintos paralelos, pero sabiendo en cuál está cada uno de los dos, y eso es lo más feo, porque casi nunca nos podemos escapar y juntarnos en el mismo espacio ni en el mismo tiempo, siempre andamos dando vueltas en círculo, y al final nunca nos vemos las caras si no es porque a alguno de los dos se le cae algo al piso y nos encontramos flotando en una laguna de agua tibia de algún lugar del mundo, de algún año del milenio, que seguramente no coincide con el del otro, entonces seguramente, él o yo, movemos la mano saludando al reflejo, quizás le tiramos un beso y nos damos vuelta contra la pared, acomodamos la almohada y al otro día cebamos mate amargo durante muchas horas para sentirnos mejor de lo que merecemos, para meternos a empujones en la cabeza la idea de que estamos bajo el mismo techo, enredados entre las mismas sábanas, escondidos detrás de los mismos cuerpos de papel crepé que nos tocaron.