sábado, agosto 23

Mire amigo, usted me va a disculpar, pero sepa que no me asustan sus cuernitos y esa especie de tenedor gigante que trae en la mano. Yo, he sido un humano que quizás no hizo las cosas de la mejor manera, pero tampoco fui tan malo, créame. Ahora, no es momento de recordar nada, y le voy a explicar por qué. En primer lugar este espectáculo de desnudez que está dando la luna a pleno rayo de sol, está muy bonito para arruinarlo revolviendo mierda con el dedo índice. Y segundo, segundo no hay, simplemente eso, no hay. Como sabrá, los locos no tenemos alma, y tampoco estamos todos encerrados en manicomios, no se crea esa mentira, no señor, algunos andamos bien sueltitos por la ciudad, para suerte de algunos que se creen muy cuerdas. Gracias a nosotros señor, es que siguen en pie, caminando por esta ciudad que se cae a pedazos hasta en el rincón más burgués.

De verdad, que le firmo lo que quiera. Dígame dónde nomás que yo le firmo. Ya le dije que yo no tengo alma, así que si usted necesita el papelito firmado yo se lo doy a cambio de nada, bah! Déjeme pensar un ratito que capaz le pido alguna cosita, ínfima, nada del otro mundo, aunque ya que usted viene de ahí podría hacerlo, pero no, bastante ya con las de éste, que se me rebalsan de entre los dedos de tantas que hay, deje nomás que cualquier cosa le chiflo y le aviso que quiero. Total como vino una vez, bien puede venir dos ¿No? Seguro que sí, jajá, y dígame ¿Cómo es que hace usted para llegar hasta acá? Ta bien, ta bien, no me diga si no quiere, es lo mismo.

¿Sabe qué? Le voy a contar un poco de este viejo antes de firmarle esas cosas que trae ahí, tan bien guardadas, como si fuera importante llevarse esa cosa al otro mundo, claro que le hablo del alma hombre, ¿De qué más sino? Cuando yo era joven, no hace tanto eh, juntaba utopías como si fueran frasquitos de cristal; todas guardaditas en un aparador de madera que heredé de mi abuelo Juan Ignacio, las guardaba ahí y de vez en cuando las miraba como iban creciendo igual que una planta, primero un brotecito, después otro, al tiempo una flor de un color, otra de otro y se armaba una hermosa planta que quería más que a mí mismo si se desea compararlo con algo. Así, podría decirle que arme un jardín. Un jardín de dimensiones gigantes. Un jardín de espectáculo. Las cosas así necesitan más que amor. Una planta necesita agua, sol, aire. Bueno, mis utopías también. Un día me desperté desolado, triste, vacío, era horrendo, se sentía frío, calor, seco, húmedo, todo junto y al mismo tiempo, como una granada de malos sentimientos enterrándoseme en el pecho que cada vez se me hacia mas chiquito y me albergaba menos cosas. ¿Sabe qué hice amigo? Las reventé contra la pared, las hice añicos, había cristal por todos lados de la casa, caminaba por una habitación y por la otra, y por la otra, y lo único que encontraba eran los pedacitos de utopía por el suelo como granitos de arena desparramados sobre las cerámicas verdes de la casa.

Viví así mucho tiempo, pateando los trozos de cristal, porque no los barrí, no me dio la sangre para tanto, ¿Entiende? Tanto tiempo que me salieron las arrugas que ahora me puede ver en el rostro, pero no era vida, era algo extremadamente parecido que se esfumaba por las mañanas y regresaba a la noche para enloquecerme con tanto silencio, con tanta soledad. Y eso que eran los tiempos en qué más personas me seguían los pasos y me llamaban por teléfono, me enviaban cartas, a escondidas claro, no eran tiempos de mucha libertad que digamos, pero las utopías no se las podían robar a nadie, y en cambio yo las había destruido solito, en un segundo de estupidez que jamás, jamás olvidaré.

Un día, ya no pude seguir así, y me dediqué a unir cada pedacito con otro, y armar por fin una sola utopía de todas las que había destruido. Y esa, sería la más importante de todas las que había tenido siempre por un lado y por el otro sin encontrarles una relación. A ver si me entiende, eran como las piezas de un rompecabezas distribuidas en el mismo espacio que yo, conviviendo conmigo a diario, revolviéndome los axones de las neuronas para que encontrara el dibujo, para que lo viera con mis propios ojos y pudiera armarlo como cuando era niño, sobre la mesa ratona del abuelo Juan, sí, sí, el mismo que le mencioné antes, un gran tipo. Fue un arduo trabajo, me llevo muchos años encontrar la pieza que encajaba con la otra, y con la otra, y con la otra. Pero un día lo terminé, y ahora puede ver usted si quiere el rompecabezas bien colgadito en la pared. Era conciencia hombre, mi utopía más grande, era la conciencia de todos, de todos nosotros, que no podemos hacer como usted que puede subir y bajar del infierno cuando se le antoja, nosotros estamos siempre acá arriba, vivimos en él, nos acostumbramos a él, le damos nuestras manos todos los días, le entregamos nuestras manos y nuestro corazón, porque somos inconscientes, estamos hechos así, de pura carne y hueso, y nada más ¡Nada más! ¿Entiende?

Ahí fue cuando descubrí que yo no tenía alma, ni yo, ni aquel, ni ese, ni nadie. Aquí nadie tiene alma, tenemos consciencias, y no las usamos, de haraganes que somos nomás, pero no las usamos.

Por eso, llévesela, deme que le firmo, ahora no me vaya a venir mañana con el cuento de la letra chiquita y esas cosas raras, déjele eso a los humanos que bastante bien saben llevar adelante esas patrañas, usted no hombre, si no las necesita, déjese de joder. Y ojo, porque si se me aparece devuelta con alguna cancioncita de ese tipo, yo tengo testigos, ¿Ve esos dos que están ahí? Sí, sí, esos grillos, ellos dos, ellos son mis testigos, les pagué veinticinco centavos a cada uno antes de que usted viniera, Ja!, porque el diablo sabe por diablo pero más sabe por viejo, y en eso sí que tengo experiencia. Así que ya sabe, nada de cosas raras, yo le firmo y usted se lleva lo que quiere, mi alma, pero ya no me anda molestando por acá porque se las va a ver conmigo, sépalo, que a este viejo ya nada lo asusta, siete años encerrado entre cuatro paredes de menos de un metro cada una, sin ver la luz del día una sola vez le dan a uno más fuerzas de las que cree, sobre todo si está ahí injustamente, o culpa de la justicia, que a veces en vez de quedarse con los justos se cruza de vereda, engañada por las palabras que valen más que otras, como las mías. Por eso, me callo, y le firmo. Váyase, que ya son las tres y cuarto y tengo que dormir la siesta. Ah, y si quiere darme alguna cosa a cambio por eso que se está llevando en el papel, tráigame una luna como esta, así de desnuda a plena luz del día, dentro de seis años, el mismo día y a la misma hora, va a ver como estoy vivo y me acuerdo de usted. Vaya, vaya por la sombra.



(Cuando uno está inspirado, está inspirado, perdón por el bombardeo)

miércoles, agosto 20

Miraba alrededor. Dibujaba en el aire, imposible. Brincaba, para tratar de cazar las pelotitas de colores que se suspendían en la habitación, evitando la gravedad. Maldita gravedad. Inútil gravedad. Culpa de ella ¿Ves?, culpa de ella no podemos volar. Bah. Nos convence de que no, cuando si queres sí, porque nadie te impide levantarte un día un poco más despeinado, no lavarte ni la cara ni los dientes, y estirar los brazos a los costados hasta que se alarguen carajo, hasta que lleguen sin el menor esfuerzo a la otra punta de la habitación.
Porque si lo pensas, no es tan difícil, sino que uno se envuelve en esta red de pescar y se estanca, se pesca solo, eso es lo peor.
Una hora antes nos dijeron que una vez, alguien lanzó al universo un insulto de aquellos, que te dejan sin aire. Y ahí, nació. Yo quise hacer lo mismo, y me levante de la silla, apreté los pies contra los zapatos, que hasta entonces me calzaban bien, y sin querer contraje todos los músculos de mi cuerpo al mismo tiempo, casi casi como una persona con tétanos, había que verme entre la multitud, pálido, sudando frío, pero con la cabeza bien alta a punto de hacer eso que tenía que hacer ahora mismo, sí o sí, que era, de alguna manera, una resurrección. Qué disparate.
Bien, ya cuando estuve alto, que podía ver a las personas allí abajo, retorciéndose, amontonadas como las uvas en un racimo, tuve la sensación de que no serviría para nada tanto alboroto.
Y sí. Me bajé. Me tragué el insulto y lo digerí como una galletita de chocolate.
¿En cuánto? En seis minutos dijo el médico.
Un infarto de miocardio, la autopsia.

lunes, agosto 11

Vaya a saber uno por qué, cuando las gotas violentas golpean las baldosas, a mí me parece que algo desde la tierra se eleva hasta el cielo, toca la luna y se pega una voltereta de acróbata alcoholizado, un poco barata. Quizás es una cuestión de esperanza mezclada con perseverancia, de pobre, de ser, de vida, debida.
Mientras más miro el suelo, más imagino qué hacer mañana, y más pienso cómo caminar hasta la vuelta de la esquina de López y Chivilcoy, girar unos noventa y cinco grados y medio, seguir tres pasos hacia adelante y cavar hasta donde pueda, un hoyo para guardar un tesoro en vez de robarlo.
Los seres que antes andaban revoloteando entre mis paredes, ahora fueron succionados por una suerte arena movediza, que una vez terminada su labor, o mejor dicho, du destrucción, los devolverá raquíticos a este mundo, sin que sirvan ya, para nada, más que estorbar los zapatos de cuero inglés de algún señor con anteojos, traje y corbata que mira desde arriba, sin llegar al cielo, cómo se deshace en migajas un mundo de hombres sin brazos, sin voz. Y sin alma.
Bailar, caerse y, a pesar de los raspones y la sangre derramada en el suelo alzarse entre la multitud con una espada en la mano y pelearle a cualquiera, por la libertad, otra vez, es una utopía que paso a paso, llega al horizonte que a veces suele confundirse con lo imposible.
Escuché muchas veces, algunas otras pude comprender, y pocas fueron las que me hicieron mover los pies para que al fin pudiera caminar, pero sabiendo a donde ir. Al horizonte, dirían.