viernes, enero 23

-Qué tristeza- se dijo. -Qué tristeza saber que hay que vivir esta vida, como si fuera un deber y no una suerte-. El hombre, se miró al espejo y buscó una sonrisa conveniente, para salir a la calle. Que no fuera ni tan sonrisa ni tan mueca mentirosa. Y se decidió por la vigésimo tercera que consistía en mover nada más que los labios inferiores. Creyó que se acostumbraría rápidamente a los ruidos de las personas de la ciudad que antes apreciaba con gusto y entonces no se preocupó por las orejas al descubierto. Tendría que haberse transplantado los ojos para combinarlos con aquella cuasi sonrisa que acababa de inventar, por lo que tomó un par de lentes rayados que encontró entre tanto desorden de la habitación y que hasta cambiaban el lugar de las cosas del mundo, pero así se estaba mejor. Había perdido el olfato hacía décadas, así que por la nariz no se preocupó. Un año entero encerrado en una pieza de dos por dos, cincuenta botellas de Wisky vacías, incontable cantidad de tabaco consumido, silencio absoluto, ausencia infinita, costumbres de mierda, eran motivos suficientes para tenerle tanto miedo al sol o a la luna, da igual para estos casos. Terminó de creer que sí podía y quiso levantarse del sillón. Entonces se dio cuenta que todavía llevaba los pies atados, uno con otro. Y recordó, que así no se puede caminar por más que uno lo intente, que antes de prepararse para el afuera tenía que dejar de temerse a sí mismo. Porque es imposible dar un paso sin caerse cuándo a uno le anda atrás un bicho feo que le pincha las costillas con las garras. Primero, hay que aprender a domesticarlo, y después sí, presentárselo al mundo.
Se quitó la sonrisa y los anteojos

jueves, enero 8

Cuando se despertó, miró hacia ambos lados de sí, y solo encontró las sábanas terriblemente desarregladas, llenas de licor de café y de menta, sangre y quemadas de cigarrillos. El hombre se tocó la cabeza, se dio un sacudón de hombros y un cachetazo en la frente, intentando recordar la dama con la que había dormido tantos días, ó tan pocos minutos. Puso un pie en el suelo y sintió que temblaba. Fue hasta el baño de la habitación que nunca antes había usado, y se mojó la cara tantas veces que la piel de las manos se le arrugó como cuando era un niño en la piscina del Club Náutico del pueblo. Se miró al espejo y casi no pudo ver su reflejo por la cantidad de mosquitas (esas que vienen por la humedad) que habían puesto sus patitas en miniatura sobre aquél.
Una vez que se hubo vestido intentó salir de allí para irse a cualquier parte, entonces notó que estaba encerrado, que alguien del otro lado le había trancado la puerta como si fuera un león con hambre capaz de devorarse un hombre de un bocado. Insultó al espíritu santo, a la madre santísima y al mismísimo Dios por si lo escuchaban aunque sea esta vez y prefirió esperar en silencio, porque no tenía ni la más mínima idea de dónde podía encontrarse, así que más valía evitar problemas que ocasionarlos.
Se juró que aquella había sido la última borrachera de su vida, que ya no habría festejo que le valiera para probar un trago de alcohol, que no existiría mujer en el universo capaz de hacerle mojar los labios en un vaso de vino, o en una copa de champaña, que a partir de ese instante se declaraba abstemio, y sobrio para toda esa vida.
Se sentó en el borde de la cama y por largas horas recurrió a los recuerdos nublados y olorosos de la noche anterior para ver si podía aunque sea saber cómo había llegado hasta aquel sitio tan horrible donde había pasado vaya a saber uno cuánto tiempo ya, sin nada qué beber, sin televisión o a penas un libro para entretenerse, en plena oscuridad de una luz roja, sudando frío por la temperatura y el miedo. Empezó a dibujar en el aire la imagen de la mujer que había aparecido en el bar cuando casi terminaba la noche, vestida de negro, maquillada hasta la médula, con tacos de casi veinte centímetros, o lo que valgan los veinte centímetros de un hombre ebrio. Se llamaba Eugenia, tenía la piel blanca, aros enormes que le colgaban de las pequeñitas orejas y anillos que casi le ocupaban las falanges enteras. Usaba medias de red, recordaba habérselas quitado en esa misma cama.
-Ha de haber sido una puta que salió del hotel de al lado del bar y se metió allí para hacer unos pesos. Al ver que yo me había quedado sin nada con que pagarle, salió, tiró la llave vaya a saber uno a donde y se marchó. Seguro le ha dicho al portero de esta pocilga que yo debería abonarle, pero que no me despertara hasta que lo pidiera, así debo pagar más - Se dijo José, e inmediatamente comenzó a golpear la puerta y a gritar cualquier tipo de groserías para que algún maldito le abriera esa puerta de porquería porque sino el terminaría por tirarla abajo ó romperla a patadas. Y entonces se sintió que alguien colocaba una llave del otro lado de la habitación. José retrocedió hasta chocarse con la cama, dónde cayó sentado.
-¡Ey hombre! ¿Pero te has vuelto loco? ¿Qué son esos golpes y esos insultos?
- ¡Vos! ¡Dejame salir! ¿Dónde me metiste? ¿Cuánto hace que me tenés encerrado?
- No puedo dejarte salir, eso no.
- ¿Qué? ¿Cómo que no podés dejarme salir? ¿Pero vos estas loca mujer? Dame la llave.
- No, no estoy loca, y me llamo Eugenia, así que más respeto conmigo porque vas a terminar en un lugar que no te va a gustar.
- Para un poquito, porque no entiendo mucho. No entiendo nada. ¿Quién sos vos?
- María Eugenia Laparca, ya te lo he dicho creo.
- No recuerdo, y ¿De dónde saliste? ¿Vos sos de las prostitutas de Omar?
- No cariño, yo no soy prostituta, ni mucho menos, Jaja, me haces reír vos.
- Y ¿Quién sos entonces? ¿Por qué me encerraste?
- Te lo repito, a ver si entendés aunque sea la primera parte, María Eugenia Laparca me llamo ¿Te suena a algo?
- ¡No me digas!
- ¿Qué no te diga qué?
- ¿Laparca?
- Sí, Laparca.
- Pero, vos y yo dormimos juntos, yo me acuerdo, poco pero me acuerdo, vos entraste al bar, te acercaste a mí, y yo te invité una copa, un cigarrillo y luego vinimos hasta acá, hicimos el amor y yo me dormí, y ahora me decís que vos sos María Eugenia Laparca, me decís que...¿Que estoy muerto?
- Sí cariño, lo estás.
- Pero, y ¿Por qué no me lo dijiste ayer, cuando me viniste a buscar?
- Cosas de la muerte José, ¿Quién te dijo que yo no puedo divertirme un poco? Al fin y al cabo deberías estar agradecido, viviste casi tres horas más a cambio de hacer el amor con una mujer de cabello largo, labios gruesos, tetas grandes y cintura angosta. Más no podés pedir José. Más no.