martes, mayo 26

Eratán.
Sube. Baja. Piruetea. Pone la nariz en el vidrio y echa el último aliento que le queda en el hígado mezclado con bilis. Lo empaña. Lo ensucia. Lo odia. Mira atrás y levanta la mano todo lo que puede. La mueve de un lado a otro. Recuerda que no. Que si. Que basta. Más.
Alguna vez creyó que aquello era tan simple como el verde primaveral del césped y cuando aterrizó habían cambiado de lugar, ya más de seis veces las estaciones. Pensó que igual, aunque si, a pesar de, todavía había sol, y no llovía. Pero si por lo menos cayera un poco de agua, entonces no quemaría tanto la marca de hierro caliente en la espalda, en las manos, en todas partes.
Vomitó en un montón de ladrillos que el final no era final sin lágrimas. Y entonces lloró como alguna vez le enseñaron en un par de renglones, con moco, hipo y pequeños grititos, hasta que recordó que las lágrimas son infinitas si uno se entusiasma en esa especie de función teatral, tristeal, y sonrió burlonamente al verse tan quieto, tan mudo, tan otro, la primavera pasada.