lunes, diciembre 31

Dos.


Y con un racimo de uvas, la esperó, sentadito en el umbral, bajo la sombra de un árbol tan viejo como el amor.
Sabía que ella era impuntual y que quizás ni siquiera llegase ese día, pero con la hermosa tranquilidad que llevaba arraigada a la piel, esperó y esperó...
También sabía que estaba loca; que se le había escapado el raciocinio en alguna ocasión confusa que todavía no terminaba por descubrir completamente ni siquiera ella misma, y ahora era como una niña de jardín de infantes a la que solamente con un puñado de colores podía arrancarle el corazón y colocarlo en la mesita de luz, como una lámpara. Porque todo lo que a ella le pertenecía exhalaba luz, una luz blanca que hacía cerrar los ojos y aún así seguía metiéndose en la piel, en los huesos, en el alma.
La niña, le había robado una sonrisa solamente con pasar a su lado, sin darse cuenta, sin intenciones de hacerlo. ¡Es que tenía un caminar tan gracioso! Los brazos parecían escapársele de los hombros y la pollera que llevaba bailaba entre sus piernas de tero desnutrido. Hacía unas 326 horas que la conocía y le vida le había dado más de mil vueltas por minuto, se le había olvidado quien era, y en realidad, le importaba un comino quien era él o quien era ella, o qué era todo lo que lo rodeaba, ni cuando iba a terminarse ese sueño, cuando despertaría en la cama, con un grito atravesado en la garganta y medio litro de lágrimas a punto de desparramarse en el colchón.
El sol empezaba a calentar el asfalto, pleno diciembre en la ciudad del tango, tres de la tarde, sandalias, bermudas y gorro en la cabeza, la sombra se iba escapando y él la perseguía, sin levantarse del umbral, se corría de apoco, primero un brazo, luego el otro, elevaba a penitas el cuerpo, se balanceaba un poco y listo.


No se escuchaba un ruido en esa calle, parecía que los porteños la habían olvidado en ese rincón oscuro de la capital. Incluso no vio pasar un alma en los cincuenta y tres minutos que espero a la Niña, porque como se lo había imaginado, llegó un poco más tarde que tarde, con el pelo revuelto, la remera sudada y las piernas cansadas de correr veintiún calles a pleno rayo del sol. Sucedía que la Niña era tan terca como las mulas, y se negaba a subirse a cualquier transporte si la temperatura pasaba los veinticinco grados, y ese día, había seguido de largo hasta los treinta y siete. Así que era de esperarse que lo que llegara fuera una Niña derretida y casi deshidratada, con la lengua afuera, como los perros.
A él, las gotas de sudor le rodaban por las mejillas, se había empapado el pelo con el agua mineral que llevaba en el morral , la ropa empezaba a pegársele al cuerpo, y ya se le cruzaba en la mente la idea de marcharse de allí, olvidar a la Niña, caminar con la cabeza baja para ya no volver a ver a ninguna Niña con un caminar que lo puede todo, con los ojos abiertos como los de una lechuza, con las comisuras de los labios estiradas hacia arriba las veinticuatro horas del día, de lunes a lunes, sin descanso; entregándole al mundo entero su presencia, sin cobrarle un centavo por estar ahí, con los pies clavados al piso, aunque le costara media vida quedarse quieta. Y su voz, en el viento, viajando por todos lados, traduciendo lo que se le aparecía en la mente en tan solo un minuto.
Y siempre ahí, con el cabello recogido en una trenza, los brazos en alto, y la lengua afuera de tanto correr al rayo del sol.
¿Y él? Él que intentaba seguirle los pasos, ir al mismo ritmo pegadito a su espalda, viéndola soñar, acariciando la brisa que dejaba al pasar, escuchando como se movía en el tiempo sin que nada le importara, como iba y venía del futuro o del pasado, vaya a saber uno, si él no entendía las cosas que la Niña le explicaba dejándole el alma en cada palabra, en cada gesto, en cada dibujo a forma de plano de cosas tales como volar.
Él no sentía mariposas en el estómago cuando la veía, ni se le nublaba la vista cuado ella se marchaba.
Él sentía otra cosa, no lo podía explicar, era como todos, incapaz de explicar los sentimientos; pero de vez en cuando, en alguna charla de café, me contaba entusiasmado: -Sabes? Siempre antes de aparecer a mi lado, una milésima de segundo antes, yo siento que me corren el pelo de la oreja y me invitan a volar, con una voz tan bajita que pareciera como que un bichito se me metió en el tímpano y me transmitiera un mensaje – paraba un segundo y seguía relatando - Bah! Debe ser que me está contagiando su locura, pero es increíble che, por que cuando levanto la cabeza buscando esa vocecita de mierda, la veo ahí, como un bichito, grande, un bichito de luz gigante mirándome a los ojos...

2 comentarios:

kemero!! dijo...

solo pueedo decir q yo no tengo a nadie a quien esperar en el umbral :(

soy una persona triste!!

ah no me queda Huracan jajajaja

saludos y feliz 2008 q sea de tu agrado este año

Péto dijo...

es de las mejores cosas que he leído en estos días.


y no hablo solo de blogs y la compu.